La ciudad de los césares by Manuel Rojas

La ciudad de los césares by Manuel Rojas

autor:Manuel Rojas [Rojas, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1936-01-01T00:00:00+00:00


Enrique, que esperaba un lenguaje muy diverso, un lenguaje de indio, atravesado y confuso, se sorprendió más aún. ¿Eran blancos, entonces, los que habían asesinado o secuestrado a Onaisín? La oscuridad no le permitía distinguir quiénes eran aquellos hombres. Recurrió a una estratagema: estiró fuertemente los brazos y soltándose de los que le sujetaban, se abrazó a ellos. En un segundo, mientras los hombres intentaban dominarlo, sus manos recorrieron los torsos y los rostros. Eso le bastó.

—No quiera usted resistirse —dijo la voz.

—No pienso resistirme. Quería únicamente saber quiénes eran ustedes.

—Pues ya que lo sabe, vamos andando.

Y al otro día, muy temprano, en momentos que Onaisín tomaba su desayuno, Uóltel entró al cuarto y le dijo:

—Buenos días, Onaisín: te traigo a dos de tus amigos.

En medio de una escolta de césares negros se veía a Enrique y a Hernández. El primero, muy extrañado, abrazó a Onaisín:

—¿Tú aquí?

—¡Cómo! ¿No lo sabían ustedes? —preguntó Onaisín, dando una mirada a Uóltel, que sonrió.

—Nadie nos ha dicho nada. Estos hombres nos sorprendieron anoche, mientras descansábamos, sin darnos tiempo para defendernos… Pero ¿cómo caíste tú en manos de ellos?

Onaisín contó lo sucedido desde que se separó de ellos y lo que sabía sobre aquella ciudad y sus habitantes. No dijo una palabra, sin embargo, sobre el conflicto que preocupaba a los césares.

—¡Qué extraordinario es esto! —comentó Hernández—. Nunca me imaginé que existiera por aquí una ciudad de esta clase, fundada por españoles… ¿Y qué harán o qué querrán de nosotros? ¿Lo sabe usted?

—No —respondió Onaisín—. Mi amigo Uóltel, que es el único que puede informarnos sobre las intenciones que tienen para con nosotros, ha desaparecido.

En ese instante el fueguino observó que el césar de los libros le hacía señales; lo hizo avanzar y lo presentó a sus amigos. El hombre no se demoró en formular su deseo:

—Señores: ¿alguno de ustedes trae un periódico?

Enrique y Hernández miraron estupefactos a Onaisín.

—¿Periódico? —murmuró Enrique.

—¿Qué periódico? —preguntó Hernández.

El hombre se atolondró un poco.

—Periódico, señores; de esos periódicos que ustedes leen cuando están en las ciudades que habitan.

—¿Se refiere usted a esos papeles impresos que traen noticias y artículos de política? —inquirió el español.

—Sí, exacto; a esos papeles impresos, señor.

—Hace mucho tiempo que no veo ni leo un periódico —contestó Enrique.

—Creo que traigo alguno en mi equipaje, aunque debe ser muy atrasado —dijo Hernández—. Espere usted a que me traigan mis cosas y se lo daré.

—¿Me lo dará usted?

—Sí, hombre, sí. Se lo daré.

Hernández miraba con curiosidad al hombrecillo.

—¿Y para qué quiere usted periódicos, buen hombre? —le preguntó.

—Para leerlo, señor —contestó el césar negro, con una sonrisa humilde.

—¿Le gusta a usted leer periódicos?

—Mucho.

—Pero también le gustará a usted leer otras cosas.

—Claro que sí. Libros, por ejemplo.

—¿Libros también? Pues yo puedo darle a usted un libro que le gustará mucho.

—¿Y qué libro es? —preguntó el césar, cuyos ojos brillaban.

—La Biblia.

El césar estuvo a punto de caer.

—¡Una Biblia! ¿Pero es que tiene usted una Biblia?

—No sólo una; tres o cuatro, y le daré una con mucho gusto en cuanto me reúna con mi equipaje.



descargar



Descargo de responsabilidad:
Este sitio no almacena ningún archivo en su servidor. Solo indexamos y enlazamos.                                                  Contenido proporcionado por otros sitios. Póngase en contacto con los proveedores de contenido para eliminar el contenido de derechos de autor, si corresponde, y envíenos un correo electrónico. Inmediatamente eliminaremos los enlaces o contenidos relevantes.